Poco respeto hacia la Eucaristía...



Acostumbro a oír Misa cada domingo en una pequeña iglesia del Segundo Ensanche. Somos muy pocos feligreses los que nos congregamos, pero los horarios y la cercanía a mi domicilio me vienen muy bien. Me suelo acercar al templo un rato antes del comienzo de la Eucaristía. Tanto antes como durante la celebración, la Iglesia, con mayúsculas, es uno de esos pocos lugares íntimos donde encuentro tranquilidad, donde no siento los agobios y prisas que la sociedad nos impone. La capilla se convierte en un remanso de Paz aislado físicamente de lo que hay fuera, pero que nos hace muy conscientes de los problemas nos rodean.


Sin embargo, cada vez es más notoria la falta de respeto al inicio de la Misa que muchos feligreses manifiestan. La capilla a la que acudo es tan minúscula que, aunque quede feo, es muy fácil contar la cantidad de personas que nos reunimos. El domingo 21 de octubre, cuando el sacerdote dio comienzo a la celebración, estábamos 12; al acabar la Homilía ya éramos 26, y después de la Comunión sumábamos 28. Las cifras se vienen repitiendo cada fiesta de guardar, y supone que un 57’14% llegaron tarde. No es difícil de entender que siempre son los mismos los que se retrasan. Entre los tardones se encuentra un “caballero” que sistemáticamente repite su actuación. Al tal señor es evidente que no le apetece en absoluto oír misa, todo lo contrario que a su esposa, que es de las que siempre llegan tarde, o a su hija y nietos, que todavía llegan más tarde (¡vaya ejemplo!). No obstante, tiene los “arrestos” de presentarse, siempre después de la Consagración, para esperar a sus familiares dentro del templo. Pese a que la celebración le importa un comino, hace alarde de su desfachatez siendo incapaz de hacer tiempo fuera. Seguro que se encuentra mucho más calentito o sin mojarse (el 21 de octubre llovía bastante). A todos esos que molestan a los demás con sus retrasos un domingo sí y otro también, habría que preguntarles aquello de “¿eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?” (Mateo 11, 3).


No puedo entender esa falta de respeto hacia la Iglesia, hacia el rito y hacia el resto de cristianos que nos congregamos en un lugar en el que, fundamentalmente, se habla de amor y respeto. La palabra Eucaristía viene del griego “eυχαριστὠ” (se pronuncia algo parecido a efjaristó) que significa “gracias”. Por lo tanto, la celebración de la Misa no es otra cosa que una acción de gracias en la que se rememora la última cena de Jesús con sus apóstoles, con sus amigos. Allí, después de bendecir el pan y el vino, les encomendó “haced esto en recuerdo mío” (Lucas 22, 19). Conozco pocos personajes que se atreven a ofender a un colega llegando tarde a una fiesta a la que es invitado. Hay uno muy famoso, pero es muy mal ejemplo ya que su anticlericalismo es muy notorio: Zapatero llega tarde a la foto de familia de la Alianza de Civilizaciones el 6 de abril de 2009, Zapatero llega tarde al Palacio Real y no estaba presente para recibir a los Reyes y a los Príncipes en la Pascua Militar el 6 de enero de 2010, Zapatero llega tarde a la foto de familia de la cumbre de Unión Europea con Latinoamérica el 18 de mayo de 2010.


Los preceptos de nuestra Iglesia observan, al referirse a la Eucaristía, que es obligatorio “oír Misa entera todos los domingos y demás fiestas de precepto” (Catecismo de la Iglesia católica, 2042). Las mismas disposiciones aclaran, además, que por ‘misa entera’ se entiende la presencia corporal y la atención continua que dura desde el principio hasta el fin de la misma. Así pues, como creyentes y como feligreses, debemos llegar antes de su inicio.

 

San Ireneo de Lyon (Esmirna, Asia Menor, c. 130 – Lyon, c. 202), considerado como el más importante adversario de gnosticismo del siglo II señalaba en su obra principal llamada “Contra las Herejías” (Adversusu Haereses 4, 18, 5) que “acudir a la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar”. Mal vamos si nuestras creencias no nos llaman a respetar ni los sacramentos ni al resto de feligreses que en ellos se congregan. En este sentido, uno de los primeros apologistas cristianos -la apología es el área de la teología que se especializa en utilizar argumentos racionales para defender y difundir el Cristianismo-, llamado San Justino (Flavia Neapolis, actual Nablus en Cisjordania, Siquem en el Antiguo Testamento, c. 110 a 114 – mártir en Roma, c. 162 a 168), recalcaba en una carta que dirigió al emperador Antonio Pío en el año 155 que “a nadie le es lícito participar en la Eucaristía si no cree que son verdad las cosas que enseñamos” (Apología 1,66 CA 1,180). ¡Con qué claridad y al mismo tiempo firmeza hablaba! Y es que si el cristiano no es capaz de creer y respetar sus prácticas religiosas, de tener presente a los demás, incluso para no llegar tarde a Misa, de predicar con el ejemplo, etcétera, poco futuro tendrá nuestra religión en esta sociedad que no hace otra cosa que atacarla. En este sentido, para los creyentes la Eucaristía debería ser absolutamente ineludible para dar sentido a la vida, para tener la fuerza espiritual necesaria para comportarse como Hijos de Dios.


Creo que la Iglesia debería tomar medidas para dar la importancia que tiene a la celebración de la Eucaristía. Según las últimas encuestas (de febrero de 2012), tal vez malintencionadas, en España el porcentaje de ciudadanos que se declaran cristianos está entre el 80 y 85%, mientras que los que acuden a misa semanalmente es del 15%. Suponiendo que la población actual alcanza, aproximadamente, los 45 millones de habitantes, resulta que unos 6750000 creyentes se acercan cada domingo o fiesta de guardar a las celebraciones eclesiales. Esta cifra es infinitamente superior a la de ciudadanos que van al estadio de fútbol para ver el partido de su equipo favorito, al cine, a los toros o, por supuesto, a reuniones políticas. Sin embargo, en el mejor de los casos, nos estamos dejando unos 30 millones de cristianos que no van a misa, que no viven coherentemente con la fe que manifiestan practicar. Monseñor Fernando Sebastián comentaba que este bajón se producía “en una sociedad culturalmente variada, rota, contradictoria, en una cultura absorbida por el espesor y la complejidad de la vida mundana y temporal, tentados de secularismo y mundanización integral”. Pero si todo queda en mera reflexión, en palabras sin pasar a la acción, poco se va a conseguir. Consciente del problema, Juan Pablo II señalaba en su Carta Apostólica Novo Millenio Ineunte, las prioridades pastorales de la Iglesia para la llegada del año 2000. Entre ellas estaba la Eucaristía dominical: “es preciso insistir (…) dando un relieve particular a la eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del espíritu, verdadera Pascua de la semana” (n. 35). ¿Por qué no empezar por pequeñas cosas? ¿Por qué no iniciar una reeducación a través de las homilías? ¿Por qué no recordar, poco a poco, la importancia de celebrar la misa entera evitando llegar tarde?


Hace unos años realicé un viaje por Suiza, un país en el que está muy extendido el protestantismo. Ellos tienen muy bien solucionado el problema de la puntualidad a sus reuniones de lectura de la Palabra, tal y como pudimos comprobar en todos los templos a los que accedimos por su calidad artística. Los protestantes suizos no permiten la entrada de sus fieles una vez comenzada la asamblea, cierran los oratorios. Sin embargo, todas las puertas están provistas de barras antipánico que permiten que sean abiertas desde dentro, pero no desde fuera. Con este sencillo recurso, aquel que se retrasa deberá esperar a la siguiente celebración, mientras que si alguien tiene una urgencia y necesita abandonarla lo hace sin dificultad.


Tal vez puedan resultar demasiado rígidos los pensamientos y reflexiones aquí expuestas. Sin embargo, también parecieron muy duras a los discípulos de Jesús algunas de sus enseñanzas, pero a Él no le preocupó que se escandalizaran (Juan 6, 56 – 61).


Juan 6
56 El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.
57 Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí.
58 Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre.
59 Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaúm.
60 Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?
61 Pero sabiendo Jesús en su interior que sus discípulos murmuraban por esto, les dijo: ¿Esto os escandaliza?