Transcurría el año 1326 a.C. cuando la ciudad de Tebas, entonces capital del Imperio Nuevo egipcio, veía nacer a Ramsés II, el faraón más grande de todos cuantos gobernaron el país del Nilo.
Accedió al trono en el 1301 a.C., y su reinado fue el más prestigioso de la historia de Egipto tanto en el aspecto económico, administrativo, cultural o militar. Alto para los cánones de su época, pues medía cerca de 1’70, y con una prominente nariz que le confería un aspecto majestuoso, en la ceremonia de su coronación recibió los nombres de “toro potente armado de la justicia”, “defensor de Egipto”, “elegido de Ra” y “rico en años y en victorias”. Y es que este último apodo le venía como anillo al dedo ya que tras 67 años de reinado, Ramsés II fallecía a la edad de 92 años, en el 1234 a.C., después de extender los límites de su imperio desde Sudán en el sur hasta el Mediterráneo en el norte, y desde Libia en el oeste hasta el río Orontes (entre Líbano y Turquía) en el este.Consolidadas las fronteras, Ramsés El Grande, como fue conocido en su época, quiso dar a su reinado una imagen de esplendor y legarla a la posteridad. Su instinto lo llevó a convertirse en el faraón constructor por excelencia. Engrandeció Tebas, erigió los templos del Ramesseum y de Abu Simbel, y terminó, supuestamente, la sala hipóstila de Karnak. Así, su cartucho real se encuentra en la mayoría de los monumentos de Egipto y Nubia. Sin embargo, los edificios que se le atribuyen deben ser estudiados con detenimiento ya que está demostrado que muchos de los trabajos que tienen su nombre inscrito no son obra suya, sino que fueron usurpados y en realidad los construyeron faraones anteriores a él, borrando las inscripciones originales y escribiendo su nombre encima. Incluso tomó medidas para que en un futuro no usurparan sus obras, haciendo tallar su nombre con trazos muy profundos para que no pudieran borrarse sin que se notara. Esto sucede, por ejemplo, en las 12 columnas centrales de las 134 existentes en la citada sala hipóstila del templo de Karnak, en las que el nombre de Ramsés II se muestra profusamente, cuando legítimamente fue alzada por uno de los faraones que le precedieron.
Viene esto a cuento ya que el fenómeno de apropiarse del trabajo de otros también se da en nuestros días. Recientemente se ha inaugurado un edificio en el que ha pasado algo parecido. La persona que sería su propietaria encargó el inicio de la obra a un prestigioso arquitecto. Este se limitó a preparar unos sólidos cimientos para que el inmueble resultara realmente prestigioso y perdurara en el tiempo, igual que perduran los que levantó Ramsés II. Con la base consolidada, la dirección pasó a un arquitecto joven, con gran futuro, con ganas y dedicación. Fueron más de dos años de trabajo arduo en los que la casa alcanzó una nada desdeñable altura de seis pisos. Todo se realizaba en equipo y cada uno disfrutaba con su tarea: el arquitecto con sus planos, su ayudante con la maqueta, el decorador decidiendo los colores de las paredes, etc. Curiosamente, cuando la edificación estaba a punto de alcanzar su máximo esplendor, cuando sólo faltaban los últimos detalles, el joven maestro de obras fue despedido sin razón aparente y los trabajos paralizados durante algunos meses. Tiempo después apareció un tercer encargado que en poco más de dos meses consiguió rematar la labor. Hizo, deshizo, cortó y añadió a su libre albedrío, sin consultar para nada a los que le precedieron. Incluso fue capaz de cambiar alguno de los cuadros que el decorador había colocado.
Recientemente el conjunto ha sido inaugurado. A la multitudinaria presentación ante la sociedad fueron invitados el arquitecto que preparó los cimientos y el que la finalizó, pero no aquel que había trabajado más y probablemente mejor en el edificio ya que decidieron que lo suyo era una pequeña chapuza. Por ello, en la ceremonia no fue ni tan siquiera recordado. Pero al final la verdad siempre se conoce. Resulta que los planos del tercer encargado eran idénticos en un 70% a los que había realizado el arquitecto joven. Había actuado como Ramsés II, usurpando el trabajo de otros y apropiándose de un triunfo que no era suyo.
Moraleja: Al estilo de San Marcelino, debemos ser humildes. La humildad es el aliento de la verdad, incluso cuando concierne personalmente a nuestro trabajo personal o al de los demás. La humildad permite, desde la modestia, manifestar en nuestra conducta aquella autenticidad sin ambages que debería caracterizar a la sencillez.