A Confució no le gustaría algún directivo

La tradición dice que un 28 de septiembre del 551 a.C., el pueblo chino de Qufu veía nacer, en el seno de una familia de terratenientes, a K’ung-fu-tzu. Más conocido como Confucio, que traducido viene a ser algo como “Maestro Kong”, fue un filósofo chino creador de la religión que lleva su nombre, el Confucianismo.
Pese a que su padre murió cuando contaba solo con tres años recibió una cuidada educación que le permitió trabajar como Ministro de Justicia. Tras abandonar el cargo, a los 50 años comenzó sus enseñanzas viajando sin compañía de un lado para otro e instruyendo a los contados discípulos que se le acercaban. La fama que alcanzó como hombre ilustrado y de carácter, con gran veneración hacia lo tradicional, pronto se extendió a toda China. Murió en Lu y fue enterrado en su natal Qufu en el año 479 a. C., a la edad de 70 años. El templo y cementerio de Confucio, así como la residencia de su familia fueron declarados Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1994.

Confucio enseñaba influenciado por el escepticismo religioso de la época en que vivía, pues la población china había perdido la fe en sus dioses tras sufrir muchas guerras. El desorden de aquellos tiempos y la ausencia de modelos morales le llevaron a difundir entre la población los principios y sentencias de los sabios de la antigüedad. De sus preceptos, valoraba por encima de otros el poder de la honradez: “los gobernantes solo pueden ser grandes si llevan vidas ejemplares y se guían por principios morales”. También entre sus enseñanzas se encuentran manifestaciones con tanta fuerza como las que dicen que “el hombre de bien exige todo de sí mismo mientras que el mediocre espera todo de los otros”; “saber lo que es correcto y no hacerlo, es la peor cobardía”; o “cometer un error y no corregirlo es otro error mayor”.


Las enseñanzas de Confucio nos han llegado gracias a las Analectas (o “Discusiones sobre las Palabras”), que contienen resúmenes de algunos encuentros que mantuvo con sus discípulos. Su pensamiento fue introducido en Europa por el jesuíta Matteo Ricci que, además, fue la primera persona en latinizar el nombre como Confucio.

Si Confucio levantara la cabeza y viviera unos días en nuestra época, desaprobaría por completo las formas de actuar de algunos directivos de nuestro baloncesto. Aunque un entrenador trabaje en un club durante años, no hay que esperar nada de ellos, ni bueno ni malo. Seguramente cuando el coordinador u otra persona del colectivo cometan una tropelía meterán la cabeza en un hoyo, como lo hace el avestruz, para no ver la realidad que aunque sepan que lo que está pasando es completamente injusto. En esos momentos difíciles, tampoco se acordarán del instructor que empleó horas y horas educando a su hijo dentro y fuera de la cancha. Tal vez, si esos directivos hubieran “perdido” una décima parte del tiempo que el técnico dedicó a su retoño en interesarse por el problema, tal vez con una llamada telefónica, hubieran evitado la injusticia. Pero fueron cobardes y, al mismo tiempo, desagradecidos. La vida humana no se puede concebir sin la ayuda de los demás y por ello, las personas deberían saber corresponder y demostrar gratitud. Mediocres, poco honrados, desagradecidos, cobardes, injustos, pequeños, etc, son epítetos con los que los calificaría Confucio. Mas todo no es negativo. En su defensa hay que señalar que generalmente son buenas personas que se ponen al servicio de una causa, el baloncesto, que ni entienden ni dominan. Muchas veces se encargan desinteresadamente de tareas de las que, decididamente, deberían ocuparse otros individuos, generalmente con sueldo, del club. Todo ello, al final les dirige a aburrirse, abandonando el club y su “proyecto”, y a acordarse del que les advirtió lo que pasaría y al que no hicieron caso. Avisados estaban.